Cuaderno de venta

La política camaleónica de Sánchez y el trance de despertar el interés de Putin

El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un mitin electoral en Galicia.
El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un mitin electoral en Galicia.
Adrian Irago / Europa Press

Que la injerencia rusa con el procès catalán iba a saltar a la arena política era cuestión de tiempo. No tiene demasiado misterio que el Parlamento europeo haya pedido una informe al respecto, puesto que los informes de inteligencia y las investigaciones judiciales llevan tiempo tirando del hilo. Lo que no se entiende tanto es que no lo haya hecho el Congreso español, sobre todo, desde que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, lanzó en ese foro en marzo de 2023 una acusación velada a la portavoz de Junts, Miriam Nogueras (17min10segs): "Agradezco mucho que usted marque distancias para con Putin y con ese régimen porque usted representa a un partido político que ha jugado con fuego y ha coqueteado con Putin". 

Fue hace once meses, justo antes de la doble derrota electoral del PSOE en las elecciones autonómicas (abril) y generales (julio). Por entonces, según Santos Cerdán, secretario de organización socialista, comenzó el cortejo a Junts para captar su apoyo a una futura investidura. Como saben, el precio a cambio es una amnistía cuyo manto protector no llega a tapar el delito de alta traición si lo hubiera, es decir, si se demuestra la relación 'laboral' de las personas investigadas en el 'caso Volhov' con el Kremlin. Podría parecer una exageración que Moscú estuviese en la sombra del referéndum catalán de 2017, pero solo hay que recordar la cobertura de su medios estatales azuzando al independentismo, o la declaración de Putin aquel 3 de octubre que sonó a extremaunción: "Estamos muy preocupados por España". 

La entrevista de Putin esta semana con un fan (Tucker Carlson, periodista ex estrella de Fox que lideró la acusación de fraude en la victoria electoral de Joe Biden en 2020) ha devuelto la atención a la capacidad que tiene Rusia para desestabilizar otros países, en un 2024 que está plagado de elecciones de todo tipo. La Unión Europea (UE) afronta la renovación de eurodiputados y altos cargos en sus principales instituciones bajo la amenaza de las injerencias rusas. Es una lacra difícil de neutralizar si el gremio periodístico se debilita y se refuerza el rol de las plataformas de redes sociales o los algoritmos al alcance de la guerra híbrida de Putin y otros como él. Líderes políticos, empresariales, sociales y la propia ciudadanía abrazan la idea errónea de que ya no es necesario el filtro periodístico de los medios de comunicación, cuando realmente lo es más que nunca.

El caso del Gobierno de Pedro Sánchez es paradigmático. Voluntariamente o forzado por las circunstancias, Moncloa ha dado su aprobado tácito a una vulnerabilidad en el sistema energético en España que antes no existía. Ser dependiente del gas ruso no es cualquier cosa en la era de Putin como saben, ahora sí, alemanes e italianos. La vicepresidenta y ministra energética, Teresa Ribera, se ha escudado en que es cosa de los operadores privados, pero en su mano está el matasellos necesario sin el que no sería posible. Uno de los poderes de su ministerio es velar y planificar la seguridad energética. El último informe de enero de Enagás, el gestor de la red gasista, pone prácticamente al mismo nivel a Argelia (30,9%), Estados Unidos (29,2%) y Rusia (26,9%). Se ha pasado de cifras de importación marginales a entrar en la lista de mayores clientes de gas ruso, multiplicando por diez las compras desde 2018

La factura entre 2022 y 2023 para traer gas con el que generar electricidad o alimentar las calefacciones ha superado los 40.000 millones de euros. Un número récord que propaga el encarecimiento de costes en las empresas y en los bolsillos de los hogares. Pero no es lo mismo comprárselo a Argelia, Nigeria o Catar, que tener que acudir a Estados Unidos y Rusia como ahora. Ser un comprador de ese calibre -más allá de que nos lo podamos permitir o no- supone una responsabilidad altísima  un cambio de rango en la escena geopolítica. La invasión y guerra sobre Ucrania es el testimonio sangriento del problema. Mientras Bruselas se esmera en ayudar por un lado Kiev, los países europeos hacen exactamente lo mismo con Moscú con la compra de materias primas en el supermercado mundial que regenta Putin. El resultado es una aparente neutralidad vestida de hipocresía que traerá problemas.

Si el camino es quemar gas -como marcan las directrices de la política energética comunitaria-, sería más que sensato abrir el debate político de poder extraerlo en los yacimientos propios. Los hay en territorio europeo potencialmente grandes como para la autosuficiencia, como por ejemplo es el caso de País Vasco, pero también otros muchos en otras regiones del Viejo Continente. Su efecto sobre la reducción de emisiones de CO2 sería sensiblemente mayor por un motivo muy simple: no habría que licuarlo y transportarlo ultracongelado miles de kilómetros en barco para su consumo final como ahora. El impacto para los intereses del régimen ruso sobre Europa sería proporcional al aumento de la autonomía y seguridad estratégica.  Comprar hidrocarburos procedentes del 'fracking' (fractura hidráulica) en Estados Unidos o del santuario del Mar Ártico ruso no parece la mejor estrategia en lo geopolítico, tampoco en términos medioambientales, aunque evite remover conciencias. ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? 

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