El hijo pródigo americano vuelve al Acuerdo de París… y no es una buena noticia para China

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Preparativos en el Capitolio para la toma de posesión de Joe Biden.
Agencia EFE

Geopolítica climática. Así puede calificarse la decisión de Estados Unidos de volver al que, sin duda, es el tratado más importante en materia medioambiental de la historia. Lo ha hecho expresando su deseo, esperemos que esta vez irreversible, a través de una orden ejecutiva. Es una de las herramientas que el sistema americano confiere a su comandante en jefe para sacar adelante aquellas medidas que se consideran más urgentes. Por lo tanto, no estamos ante una mera firma, sino ante toda una declaración de intenciones políticas de Washington para los próximos cuatro años.

La firma va más allá del relativismo de sus connotaciones legales. Junto a la orden ejecutiva, Biden ha anunciado la celebración de una cumbre que reunirá a los países más contaminantes del globo. Es un aspecto que refleja la voluntad de retorno al multilateralismo. El mismo que ha brillado por su ausencia durante la presidencia de Donald Trump. China, los países miembros de la Unión Europea, India, Rusia y Japón tendrán que comparecer ante el nuevo presidente para, juntos, tratar de buscar una actualización del tratado que, por otra parte, se ha visto revitalizado con la presencia en sus filas de los Estados Unidos.

La intrahistoria de esta decisión la encontramos en noviembre de 2019, momento en el que el expresidente, Donald Trump, decidió unilateralmente abandonar París, renunciando también a participar en la Cumbre de diciembre del mismo año y que albergó España durante ese mes. Biden parece querer enmendar el error de su predecesor convirtiéndose en el anfitrión de un nuevo encuentro entre los que realmente mandan en esto de la contaminación global.

Ahora bien, la decisión implica importantes desafíos, tanto para los Estados Unidos como para el resto del mundo.

En su vertiente interna, Estados Unidos tendrá que desarrollar el programa de apoyo a las energías renovables y economía sostenible conforme a los objetivos establecidos en la Cumbre de París de 2015. Un acuerdo que busca evitar el incremento en 2ºC con respecto a los niveles preindustriales de manera obligatoria y poner todos los esfuerzos posibles para que no supere los 1.5ºC. Esta obligación asumida es plenamente coherente con la idea de Biden de relanzar un programa nacional de apoyo, dotado de 2 billones de dólares, para que EEUU sea un país neutral en carbono en 2050.

El programa tiene como máxima invertir en infraestructuras estratégicas. Por lo tanto, EE.UU. contará con un presupuesto claramente expansivo durante los próximos cuatro años. En realidad, el objetivo del plan es invertir en trabajos que estimulen la economía americana, pero con un condicionante: tendrán que ser obras con baja contaminación. En estas, las instalaciones de recarga de vehículos eléctricos jugarán un papel fundamental.

Se abre así un abanico de oportunidades no solo para constructores, también para la industria del vehículo eléctrico, cuya fabricación y adquisición en Estados Unidos comienza a ser una realidad con cientos de miles de unidades vendidas cada año. Es el el caso del modelo 3 de Tesla (más económico que las anteriores versiones) que, durante el primer semestre de 2020, barrió a sus directos competidores. Junto a Tesla, Chevrolet, Nissan o incluso las versiones híbridas y eléctricas de Audi y Porsche, esperan un plan que está llamado a revolucionar la industria del automóvil americana.

Como en toda batalla, y el momento actual de la política en Estados Unidos lo es, debe haber vencedores y vencidos. La industria de los hidrocarburos será presumiblemente la más afectada, tanto por los efectos que el plan Biden provoque en sus competidores, como por el gesto simbólico de asumir la neutralidad en carbono de una de las economías más contaminantes del mundo en 30 años.

Auspiciados por una legislación que primaba claramente la explotación de técnicas extractivas de gas y petróleo, la industria del ‘shale gas’ ha permitido que Estados Unidos se convierta en exportador neto de energía al mundo, con una capacidad de influencia estratégica, en especial, en el mercado spot indudable.

La autoridad de Biden también se ha impuesto en Canadá, el tradicional socio y aliado del norte, que tendrá que dejar por el momento aparcado el oleoducto Keystone XL, un macroproyecto diseñado para inyectar crudo de Alberta a parte de las refinerías estadounidenses del Golfo de México. Con casi 2.000 kilómetros de longitud y capacidad para transportar 830.000 barriles de crudo al día, Norteamérica se preparaba para dar un golpe definitivo a la industria del refino mundial, pero, para disgusto de los canadienses, se quedará en un sueño, a no ser que Justin Trudeau sea capaz de cambiar la voluntad del líder estadounidense.

Las consecuencias de que Estados Unidos vuelva al Acuerdo de París no se quedan únicamente en las fronteras de su territorio. Por el contrario, surtirá efectos en todos y cada uno de los países que forman parte de él. En primer lugar, se amplia el espacio de emisión de CO2 de todas las naciones, ya que EE.UU. tendrá que reducir el suyo para ajustarse a los requisitos de París. Esto supondrá un desahogo para todos aquellos que tuvieron que repartir el esfuerzo realizado en 2019 con su retirada, proporcionándoles una adaptación menos traumática que en el último año para adaptarse a los objetivos finales del Acuerdo.

En segundo lugar, Estados Unidos podrá retomar su programa de ayudas a países en vías de desarrollo para mitigar el Cambio Climático. El esfuerzo económico y medioambiental en estas zonas está condicionado por la inversión en industrias y tecnologías renovables, a las que Estados Unidos podrá dirigir parte de su acción humanitaria exterior, gracias a obtener una base jurídica para poder destinar el gasto dedicado.

Al igual que en la dimensión interna, la reincorporación de Estados Unidos a París también tiene inconvenientes para otros países. China tendrá que asumir reducir su espacio de emisión de CO2, en una economía que es altamente vulnerable al cambio climático, y renunciar o al menos compartir su protagonismo como nación líder en la transición ecológica y energética. Esto implica que, de la noche a la mañana, haya surgido un nuevo actor, especialmente preparado, para liderar la industria renovable, con amplísimo margen de mejora y que puede suponer un contrapeso a la hegemonía china en la industria auxiliar, especialmente en el caso fotovoltaico o eólico.

En clave geopolítica, China deberá modificar su discurso en los principales foros internacionales climáticos. El contrapeso estadounidense servirá para que, en particular en el G20, el relato pase del actual foco en los aspectos medioambientales del cambio climático a los de eficiencia energética y seguridad: los dos puntales de la filosofía americana en la lucha contra la mayor amenaza que afronta el planeta en el medio plazo.

Y es que Estados Unidos no concibe el cambio climático únicamente como una dimensión física o energética. Lo hace introduciendo un nuevo concepto: el de la seguridad climática, capaz de incorporar los aspectos más estratégicos del problema, como las implicaciones para la seguridad nacional, la salud pública o la economía. Todos ellos son aspectos que a menudo el resto del mundo obvia en su aproximación al cambio climático.

Con la estampa de su firma en la orden ejecutiva, Biden ha dado un paso de gigante para potenciar el ‘soft power’ americano, pero que nadie olvide que las órdenes ejecutivas son compromisos políticos que, con la misma facilidad que las aprueba, las puede volver a anular durante su mandato o si un nuevo presidente alcanza la Casa Blanca. En cualquier caso, Estados Unidos pasará de estar al margen a ponerse en la cabeza de la transición a una economía más sostenible en la que jugarán otros actores, pero que tienen, más o menos, los mismos collares de siempre.

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