ANÁLISIS

Los lacrimógenos Goya 2021: cuando se confunde contención con desolación

Actualización con audiencias: La gala pega un bajón, pasando de un 26 por ciento con Andreu Buenafuente y Silvia Abril, el pasado año, a un 15,6 por ciento de share en esta edición. 

Los Goya y Antonio Banderas
Los Goya y Antonio Banderas
RTVE

"No son unos premios Goya más", decía Carlos del Amor en su introducción a una ceremonia de entrega de galardones que se supone que busca visibilizar el cine español. Y no espantar a la audiencia, claro. Sin embargo, en plena pandemia la Academia de Cine ha optado por una gala híbrida, donde los nominados han estado en sus casas por conexión y desde el teatro Soho de Málaga han aparecido entregadores, desaprovechados.

Al frente del show María Casado y Antonio Banderas, que ha sido el anfitrión. De hecho, la gala ha sido una buena oportunidad para promocionar su teatro malagueño. Un auditorio, esta vez, sin público en el patio de butacas, pues se ha elegido una gala de contención por las restricciones, tras un año de miedo e incertidumbre.

Por primera vez en años el monólogo inicial no ha tenido la inteligencia del sarcasmo cómico y ha sido un largo prólogo de intensidad con un toque lacrimógeno. Quizá se ha entendido que no estamos para celebraciones, pero las celebraciones también son una vía de escape para huir de la pesada mochila de doce meses en los que no hemos podido escapar de la tensión ni un solo día. En cierto y gran sentido, eso es el cine: escapar. Incluso enfrentándonos al miedo.

Y eso deberían ser Los Goya. Siempre. En directo, o en telemático. Y celebrar no resta ningún compromiso con la realidad. Al contrario, la comedia con emoción suele ser la gran herramienta para afrontar con valentía la realidad. Es más, sobre todo la dura realidad. Es la forma de progresar y calar. No era incompatible, pues.

En 'Los Goya 2021' no tocaba una fiesta literal, pero se ha confundido responsabilidad con la claustrofobia de la sobreactuada solemnidad trágica. Mucha emoción prefabricada, lo que invita a la sociedad a desconectar del cine español en vez de correr a descubrirlo. Casi todas las canciones de llorar, todos los grandes nombres del cine que aparecían en el escenario apagados por una rigidez que nadie merece -ni siquiera 2020-, en vez de exprimir su espontaneidad entre galardón y galardón para favorecer puntos de inflexión que revitalizaran el ritmo del programa.

El largo prólogo inicial de Antonio Banderas no ha ayudado tampoco. El gran actor como gran actor se escucha a sí mismo, pero ha sido más difícil escucharle como espectador. No hay duda: Banderas es un gran intérprete, un gran comunicador, su presencia en pantalla es bestial. Y ha hecho de sí mismo, así nada fallaba. Pero probablemente ha faltado más narrativas televisivas para que calara su mensaje con más transparencia, agilidad y algún punto de humor desengrasante. Sus 10 minutos de introducción han sido más hueso que cómplices. Han sido más demoledores que próximos.

Además, se ha echado en falta contexto. Si estás en un teatro vacío, se debe ver el teatro vacío -aunque sea pequeño-. Hay que convertir lo noticioso en televisivo. O no se entiende.  Podría ser cualquier plató de cualquier polígono. El silencio y la rigidez de los protagonistas en el auditorio han sido el obstáculo de una retransmisión junto a la imagen regulera de los agradecimientos desde casas.  Todo ha dejado una gala pesada de ver por la tele a no ser que estuvieras implicado con las películas a premiar. Muchos espectadores ya han tenido demasiadas reuniones con sus jefes por la aplicación 'zoom' como para sentarse el sábado por la noche a sentirse de nuevo confinados en una videollamada de trabajo.

Al final, las galas de premios funcionan porque proyectan un glamour al que aspirar. Y eso hay que conjugarlo con una buena dosis de espectáculo entre premio y premio. Y espectáculo no son discursos institucionales con un punto condescendiente. Espectáculo es aprovechar a Pedro Almodovar, Penélope Cruz, Verónica Forqué (que se salió del tono y lanzó un maravilloso beso a cámara con su instinto) Alejandro Amenábar, Marisa Paredes o Emma Suárez y sus experiencias para permitirnos coger aire. Y soñar.

Por suerte, desde sus hogares, algunos premiados inyectaron la emoción verdadera entre tanta interpretación impostada. Especial mención, Rozalén o las compositoras Aránzazu Calleja y Maite Arroitajauregi con agradecimiento cantado.

Lo mejor de la noche ha sido la espontaneidad de los premiados, verdaderos protagonistas. Pero también, por supuesto, el despliegue técnico que ha logrado una compleja coreografía de conexiones con soltura y realizado con elegancia las actuaciones musicales, pregrabadas para evitar problemas y con fondos escénicos bien bonitos. A destacar Aitana con 'Happy Days Are Here Again' y su control orgánico de la mirada final a cámara. La música en directo ha dado color a un lento, aunque más corto que otros años, prime time en el que sólo ha podido ir a recoger premio fisicamente Ángela Molina, Goya de Honor. Espectacular su aparición con la coreografía de pantallas. Aunque enfrentándose al silencio del patio de butacas invisible, que es un buen resumen de tantas circunstancias de un año que dejamos atrás.

Quizá para dejarlo atrás con el antídoto del buen guion esta gala podía haber sido más arriesga en concepto. Ya que los premiados no tardan en subir a un escenario por una eterna escalera era el momento de jugar a un programa menos encorsetado y menos plúmbeo. Pizcas de cabaret y alguna trama transversal, tal vez, entre tanta sobriedad. Porque, objetivamente, más que un espectáculo televisivo, el resultado ha remitido a un acto institucional. Eso sí, muy fluido el desfile de premiados y muy elegantes las proyecciones en las pantallas. Pero el cine (y la sociedad, su sociedad) necesita más un espectáculo televisivo aspiracional que un acto tan solemnemente rígido en una velada que debía ser contenida, sí. Pero la contención es compatible con la espontaneidad y aquí se ha confundido con regocijarnos en la oscuridad de la desolación. Y eso no es lo que necesitamos para progresar. Para seguir. Para proteger, divulgar y proyectar el talento de nuestro cine nos merecemos un país que sepa salirse del guion de lo pronosticable con el atrevimiento del ingenio. Como sucedió en las magistrales galas de premios que presentó Rosa María Sardá. Ella, siempre rompiendo con lo previsible. Hasta el final. Por eso, quizá, pidió no salir en el 'in memorian' de los Goya.  Genia siempre de la que aprender, siempre. No se escuchaba más de la cuenta a sí misma, su corrosión, temperamento y libertad lograba, al final, retratar a la sociedad con la fuerza de la sensibilidad comprometida sin condescendencias con su tiempo. 

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