De los campos al lujo de Waterloo

Los exiliados que pasaron un infierno e Iglesias compara ahora con Puigdemont

Cuando se constató el drama final de la Guerra Civil se sucedieron muchos exilios, desde la agonía de la frontera de los Pirineos a la desesperada huida en barcos. No habían violentado el orden constitucional.

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Josep Tarradellas
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Cuando se constató el drama final de la terrible Guerra Civil se sucedieron muchos exilios, desde la agonía de la frontera de los Pirineos en el el 38 y los campos franceses de internamiento a la desesperada huida en barcos que acabaron en ocasiones en otras prisiones de Argel. En México residió el Gobierno republicano, que no había violentado el orden constitucional en 1936, como sí hicieron Carles Puigdemont y algunos de sus 'consellers' como Comyn el 1 de octubre de 2017.  Ellos en cambio acabaron en residencias de lujo en Europa como Waterloo, huidos de la justicia de un país democrático, lo que ejemplifica la ligereza de las declaraciones del vicepresidente segundo del Gobierno Pablo Iglesias, que ha equiparado al expresident con uno de los dramas españoles del siglo XX que surgieron de la catástrofe de la Guerra Civil.

Algunos nombres propios de ese exilio son el propio Josep Tarradellas y Lluis Companys o Jorge Semprún, quien dio cuenta de las terribles condiciones de los campos de concentración. Intelectuales como Antonio Machado o Gregorio Marañón, además de los dirigentes del Gobierno republicano que perdió la guerra. Barcos hacia México, unos que llegaron como el Sendaya y otros que no, como el Stanbrook, además de las caminatas a pie a través de los Pirineos.

El socialista Julián Besteiro o el anarquista Melchor Rodríguez, el ‘Ángel Rojo’, se quedaron en cambio tras rendir un agónico Madrid incapaz de sufrir más penurias de guerra. Les esperaban las cárceles franquistas. Se sumaron a los cientos de miles que sufrieron las privaciones en los campos de internamiento franceses como ‘Argéles sur le Mer’ o ‘Gurs’, o los de la colonia francesa de Orán en Argelia. Besteiro asumió con una entereza encomiable su reclusión y las penurias engañando incluso a su mujer sobre las terribles condiciones de su cautiverio en algunas de las cárceles en las que estuvo, como la de Carmona:

"Tengo un lecho bastante confortable y hay aquí unos cazadores de 'bugs' prodigiosos; en estas condiciones nos adaptamos bien al medio y mis compañeros me llenan de atenciones y tienen un carácter excelente" -‘Julián Besteiro, ‘Cartas desde la prisión’-. En realidad no contaba a su mujer que dormía en el suelo.

Lluís Companys salió de España cuando se desmoronó el último frente de la Guerra Civil tras la ofensiva de Cataluña. Las tensiones con el presidente de la República Manuel Azaña, que tildó de traidores a los dirigentes de la Generalitat, hicieron que no quisieran compartir la penosa caminata hacia Francia.

En París, el que fuera presidente de la Generalitat cuando la Revolución de Octubre de 1934 -que sí revertió la constitución republicana de 1931, como haría después Puigdemont en 2017- aguardó en la capital cuando las tropas del Tercer Reich entraron triunfantes por no dejar indefenso a su hijo, recluido en un psiquiátrico de Francia.

Lluís Companys, que a pesar de todo no fue el verdadero artífice del delirio de la proclamación de la República Federal de Cataluña -a lo que ni siquiera se atrevió Puigdemont en 2017-, pagó su amor paternal con la detención por parte de la Gestapo. Los alemanes se lo entregarían a Franco. Pudiendo haber sido juzgado por cualquiera de los crímenes de la Guerra Civil en los que tuvo responsabilidad, como el asesinato de religiosos, fue acusado por el régimen franquista nada menos que de "rebelión" en un juicio sumarísimo.

Una farsa según los preceptos de la Comisión Bellón franquista, que habían revertido el orden legal del 31, hasta considerar ilegítimas las elecciones de febrero de 1936 y, por tanto, le acusaban de ser un traidor. El mundo al revés. Puigdemont se enfrentaba, en cambio, a un proceso con plenas garantías procesales basados en una constitución vigente legítima.

Del exilio francés tras la guerra se libró su conseller de Finanzas, Josep Tarradellas, a quien también buscaba con ahínco en París la Gestapo. El exconseller consiguió huir a Suiza y sería el último président de la Generalitat en el exilio antes de retornar a España en 1977 para restablecer el Estatut.

Companys y el gobierno de la Generalitat  presos tras la insurrección de 1934
Lluís Companys

El mismo que vulneraron primero el propio Companys, por dos veces, en 1934 y durante la Guerra Civil, -‘Manuel Azaña, ‘Diarios Completos (Crítica)- y que después anularía Franco. A Tarradellas, que simbolizó el autogobierno de Cataluña dentro de España, no lo homenajea nadie allí. Había vuelto del exilio para sentar las bases de un nuevo orden constitucional que sería el que violentaron después Carles Puigdemont y la mayoría de sus conséllers, además de Carmen Forcadell y los líderes de la ANC, Jordi Sánchez y de Omniúm Cultural.

El caso de Manuel Azaña fue también paradigmático. El último presidente de la República antes de la derrota de la Guerra Civil cruzaría la frontera envuelto en la amargura. Eludió seguir ejerciendo su responsabilidad cuando dimitió a los pocos días de salir de España. En los últimos días de Pedralbes, donde acabó recluido, cargaría contra el Gobierno, especialmente contra Juan Negrín y Companys -por su egoísmo y falta de cooperación-.

Cuando se avecinaba la caída de toda Cataluña, Azaña adelantó la posterior posición de Besteiro: "Estaré aquí hasta que el Gobierno acuerde que me vaya, pero si cruzo la frontera, no se puede contar conmigo para nada que no sea acordar la paz”, -Manuel Azaña ‘Diarios Completos’ (Crítica)-. Murió muy poco después en Montauban.

El que fuera el último presidente del Gobierno, Juan Negrín, partidario de seguir la lucha, también partió al exilio con la caída de la República y se estableció en México. Su último regalo envenenado fue el de, a través de su hijo, facilitar las cuentas completas que se guardaban en Francia sobre el célebre ‘oro de Moscú’ -el era el ministro de Finanzas cuando Largo Caballero comenzó las negociaciones con la URSS-, en las que estaba minuciosamente consignado el cambio que se hico por el oro con los soviéticos y la mayoría de las compras de armamento.

Jorge Semprún, que no combatió en la Guerra Civil pues residía en La Haya con su padre diplomático, sí lo haría en la Segunda Guerra Mundial hasta ser capturado y después internado en un campo de concentración nazi. Afiliado al Partido Comunista, se infiltró en Madrid, donde dirigía una red antifranquista que intentaba desmontar el propio Roberto Conesa durante los 50 -luego Conesa fue tristemente conocido por su brutalidad policial y sus dudosos éxitos, ya en el tardofranquismo con sus golpes policiales a la banda terrorista de los Grapo-. Tuvo que salir posteriormente de España, apartado por Santiago Carrillo. Volvería con la democracia y llegó a ser ministro de Cultura en uno de los gobiernos de Felipe González.

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